Visité Auschwitz en noviembre de 2008, aprovechando un viaje de trabajo a Varsovia que tenía que ver con la educación en el respeto a los derechos humanos de poblaciones de diversidad sexual. En Varsovia me había reunido con grupos de jóvenes activistas que deploraban la represión abierta del régimen conservador de los gemelos Kaszynscki para quienes cualquier otra cosa que no fuera heterosexual era perversa y por lo tanto tenía prohibida su expresión pública. Me alojé en la zona de los hoteles internacionales y se me dijo que el “atractivo turístico” de la zona era ser el lugar del antiguo ghetto de Varsovia, es decir, que me encontraba en lo que había sido el corazón de la topografía del horror citadino de los años 40. Unas marcas en las veredas recordaban los muros de ese encierro donde fueron hacinados medio millón de judíos entre 1940 y enero de 1943 en que se ordenó su destrucción con sus habitantes dentro.  

Desde la ventana de la habitación del hotel pude ver enfrente, inmuebles en ruinas y vacíos, cubiertos con gigantografías de rostos de sus ex ocupantes, familias judías que habían sido confinadas ahí antes de morir in situ o ser enviadas a algún campo de exterminio. Para coincidencia se celebraba esa semana, el día nacional de Polonia que me obligó a quedarme una tarde en la habitación mirando la única película que podía entender en la tele, “El Pianista” de Polanski, como si la energía de ese lugar me atrapara para recrearme el sufrimiento padecido allí años atrás.

Por mi madre sabía muchos detalles de la Segunda Guerra Mundial. Ella tenía veinte años cuando el conflicto empezó, así como yo tenía veinte cuando la violencia iniciaba su recorrido en Ayacucho. En general, para los peruanos la Guerra Mundial y sus consecuencias eran una cosa lejana y sin repercusiones locales. Algo parecido a la violencia en el campo en el Perú tan lejana al centralismo de la capital. La Declaración de los derechos humanos, la formación de las Naciones Unidas y los juicios de Nuremberg a los líderes nazi fueron parte de las consecuencias de la guerra mundial que se consideran progresos en la civilización luego de tanta barbarie. En otras palabras, el que hoy en día los estados deban proteger la vida de sus ciudadanos por donde se vaya en el mundo y juzguen a los responsables de crímenes contra estos, es un estándar mínimo a cumplir por lo que quiera llamarse democracia. De allí que me hiciera gracia recordar los discursos provincianos de varios presidentes del Perú contra organizaciones de derechos humanos o cosa que se le pareciera, calificándolos como “comunistas” o “antipatria”.

Lo particular y único de Auschwitz es su carácter de fábrica, de industria de la muerte. La frase escrita sobre la reja de entrada lo resume, “El trabajo te libera” : había que producir allí la muerte de miles de personas que no encajaban en el plan biopolítico nazi. Para empezar, los judíos, pero no solo ellos, los primeros en llegar fueron las élites pensantes de Polonia para doblegar así más fácilmente, la resistencia a la invasión del país. A ellos se sumaban otros que por no ser blancos, o ser homosexuales, comunistas, anarquistas, discapacitados físicos o mentales, eran población excedente y no merecían vivir.

La arquitectura y los restos dejados en Auschwitz, hablan de millares de individuos que pasaron por allí sus últimos días. Las montañas de maletas, de anteojos, de cepillos de dientes y objetos personales así como los pabellones o los galpones que albergaban retretes donde más de cien personas juntas entraban dos veces al día, muestran cómo se borraba la individualidad para generar una sola masa destinada al trabajo forzado y luego exterminarla.

Celdas del tamaño de una jaula de mascotas o un muro de fusilamiento eran una forma de muerte para insubordinados, pero la más útil al exterminio masivo y la más económica, era la cámara de gas; una ensombrecida habitación amplia, de paredes grasientas y techo bajo sin ventanas. En ella se llegaba a matar a cinco mil al día, sin gastar así las balas necesarias para combatir al enemigo. El método había sido planeado con astucia: se ponía a las personas en su estado más vulnerable, desnudas bajo el pretexto de tomar una ducha, y luego de matarlas se cremaba sus restos que quedaban reducidos al espacio de una caja de zapatos.

Hablar de ghettos o campos de concentración, espacios de encierro para depurar a la sociedad de aquellos que no entran en los parámetros de un plan de gobierno determinado, no es cosa lejana o varada en el tiempo. Es una metodología vigente pese a los derechos humanos, y que por ellos ya no puede hacer uso de muros concretos ni palabras “políticamente incorrectas” sino de “filtros” sociales que se hacen parte de nuestro cotidiano. Así, en sociedades como la nuestra, cuya historia fue de castas cuidadosamente separadas en la Colonia, los pretextos se han reciclado de tiempo en tiempo en la República: blanco/negro/indio, moro/cristiano, legítimo/ilegítimo, pasa a ser luego: formal/informal, público/privado, de éxito/”loser”.

Y aún por debajo de este estándar social, persisten grupos excluidos de un plan social nacional, para los que no hay derecho civilizado que valga : los campesinos e indígenas que fueron muertos en el conflicto armado cavando ellos mismos las fosas donde iban a ser sepultados; las mujeres de bajos recursos o analfabetas que fueron esterilizadas para cortar así una descendencia problemática; los homosexuales a los que alguna autoridad eclesiástica les dice en su cara pelada que “no son parte del plan de Dios” allá arriba y por lo tanto, tampoco lo son aquí abajo; los enfermos mentales que son expulsados de un barrio a otro por las propias autoridades distritales, sin que medie para ellos un protocolo de atención a personas en riesgo.

Yo viví en ciudad europea donde en cada cuadra había una placa recordando a los muertos o resistentes de la guerra, porque está claro que “un pueblo sin memoria es un pueblo que no existe”. Solo grupos extremistas antisemitas o neonazis atentaban contra esos lugares de la memoria, reclamando la inocencia de su líder y la inexistencia de reales crímenes atribuyéndolos a una ficción de sus opositores políticos. Cualquier parecido aquí es coincidencia.