Dice Toni Zapata en su libro ¿Desiguales desde siempre? que en las sociedades estamentales, cada parte es concebida como un cuerpo social, cumpliendo su función de modo armónico con los demás integrantes de la unidad: “la sociedad estamental tiene un carácter holístico, porque el individuo no existe como concepto, sino que el todo es lo que importa (…) el destino de las personas es vivir al servicio del conjunto”.  

Si bien la independencia llegó hace 200 años a ser pronto celebrados, y “la república instauró la igualdad jurídica, la particularidad de la sociedad decimonónica fue la persistencia de estructuras estamentales” que impidieron una comunidad de país, una comunidad de ciudadanos. Añade Zapata: “Esta continuidad del carácter estamental de la sociedad bloqueó el desarrollo del individualismo y, por consiguiente, hizo raquítico el principio de igualdad jurídica”. Afirmación importantísima.

Si esto ha ocurrido a toda escala en el Perú, donde penosamente se fue remontando un racismo que al terminar la colonia, se modernizó pasando de los argumentos religiosos a otro racismo con bases “científicas” que probaban que los cuerpos definían ya trazas indelebles de espíritu y así determinaban un futuro sin posibilidades de cambio ni evolución, todo ello para encadenar a grupos sociales a una inmovilidad a perpetuidad; ahora mismo, en estos días, vuelve ese fantasma de la discriminación en aquellos temas –como la sexualidad- que nunca fueron discutidos ni tomados en cuenta en los debates de las ciencias sociales o la política, en definitiva, en los debates ciudadanos.

En esta ocasión histórica, de un lado se postulan las fuerzas modernizadoras –liberales y socialistas- que claman por la igualdad y nuevos derechos, de otro lado se posicionan los grupos conservadores que basan su negativa a la igualdad en argumentos religiosos y también científicos: lo “natural”, la biología del cuerpo a secas, es la que determina los comportamientos humanos sin más fantasías.

Nuestra sociedad estamental aún en muchos aspectos, exige imponer el criterio de la mayoría sobre la minoría, exige la inamovilidad individual en favor de las estructuras existentes, a su vez vigiladas por instituciones tutelares establecidas por la tradición y no la democracia, como las iglesias en su vertiente conservadora y menos laica.

El primer racismo fue religioso: los indios eran paganos y no eran parte del reino de los cielos. El segundo racismo fue científico: las características culturales del grupo indígena –el maltrato y la miseria- reforzaban su marginación. Hoy en día estos centenarios mecanismos de discriminación se reencarnan en nuevos sujetos, aquellos de una sexualidad particular cuya marginación los destina a vivir en la clandestinidad y el peligro, lo que a su vez recrea el estereotipo de su promiscuidad e incapacidad de hacer familia. Digamos que estamos ante expresiones de un nuevo “racismo moral” con sustento tanto religioso como científico.

Algo se ha avanzado a medida que las constantes movilizaciones nacionales e internacionales caminan hacia el reconocimiento igualitario de otras sexualidades distintas a la heterosexual. Nuestros sectores conservadores, antes totalmente negados para oír demandas, alcanzan hoy soluciones de tipo “unión solidaria”, similares a las que adoptó Francia en 1998, para posibilitar ciertas protecciones sin llegar al reconocimiento como familia de las uniones del mismo sexo.

Si hay algo que rescatar de los debates en torno a las nuevas luchas de reconocimiento de la sexualidad y la familia, es que son un indicador de cuán rápido o cuán lento nos deshacemos de la ominosa cadena de la desigualdad. Doscientos años de supuesta igualdad jurídica todavía no han sido suficientes.