“A Dios no se le puede sacar del Parlamento”, dijo el cardenal Cipriani para contestar a activistas que reclamaban que Dios saliera del Parlamento, en alusión a los invitados de carácter religioso que ha tenido la Comisión de Justicia donde se discute una ley que permitiría el aborto en caso de violación. Si bien según la retórica eclesial, “Dios está en todas partes”, esto no significa que esa máxima sirva para tirarse abajo el principio que funda el estado moderno y la democracia: el principio de laicidad; muy endeble en el caso peruano, dada su realidad histórica lejana a la Europa liberal donde se acuñó.  

Laicidad y derechos humanos son parte de un solo paquete para garantizar la defensa del individuo frente al Estado según el liberalismo, a lo que se opusieron aristocracia e iglesia justificando sus privilegios en el designio divino. No es por ello extraño que la iglesia ataque, invitada por los conservadores de la Comisión, a todas aquellas organizaciones que se refieran a los derechos humanos. Es más, en la sesión de la semana pasada, se presentaron pruebas tangibles de fe contra ongs y las Naciones Unidas. Una invitada aducía haber sido funcionaria del Fondo Mundial de las Naciones Unidas y a la vez estar “arrepentida” -gracias a un reavivamiento de su fe- de haber tenido posturas pro interrupción del embarazo. No es la primera vez que se llevan al Congreso a personas que son fruto de una conversión que operó en sus vidas y que las hizo arrepentirse de cuestiones ligadas a su sexualidad o reproducción, para así alegar que son “demostraciones vivientes” de la fe católica o evangélica y hacer retroceder cualquier pretensión de derechos que se reclame.

Hace unas semanas, una persona llamó a mi puerta. Era un hombre que folletos en mano, venía a convencerme de que mi alma se condenaría de no convertirme a la fe de los Testigos de Jehová: “Los no creyentes están condenados y usted puede salvar su alma viniendo a los cultos”, insistió. Yo le respondí de esta manera: “En China viven mil millones de personas. No le parecería injusto que todos ellos se condenaran? No tuvieron ni siquiera chance de elegir que nacían en un país sin Jehová. Además, los chinos son más poderosos que nosotros… y si vienen y nos conquistan? ¿Nos impondrían su creencia como verdadera, no? ¿Y por ello seríamos condenados?” El tipo se quedó pensando un momento antes de contestarme: “Creo que tiene razón. Disculpe”. “No se preocupe -le dije- respetos guardan respetos y cada uno es libre de creer en lo que quiera”.

Ese es justamente el sentido de un estado laico, que logremos convivir en libertad de pensamiento sin someternos a un solo modo de pensar como en un estado totalitario; pero en el Perú, las iglesias están mal acostumbradas en una tradición monologante y saben bien que las clases políticas en histórica alianza con ellas, poco o nada se interesan en la laicidad. El estado laico fue la solución que Europa consiguió para la convivencia pacífica entre varias religiones. En el caso de Latinoamérica no fue así. El continente le pertenecía solo al catolicismo y la Inquisición se encargó de doblegar a las religiones nativas ya diezmadas por las armas españolas y las nuevas enfermedades europeas. El estado laico no tendría una razón de ser sino fuera la de proteger al individuo en tanto que ningún grupo más poderoso tratara de apoderarse de su conciencia, de su libre pensamiento; garantizándole no estar bajo ninguna tutela. La heterogeneidad de la población en el Perú, dividida entre “blancos” e “indios”, sin igual acceso a una ciudadanía formal hasta 1980, hizo muy difícil una reivindicación en aras de dicha autonomía individual hasta el día de hoy. Ello explica que aunque la problemática del aborto alcance a miles de mujeres y sobre todo a aquellas menos educadas y con menos acceso a recursos socioeconómicos, solo un reducido número de activistas salgan a la calle a clamar por la autonomía de su reproducción biológica y a recordar que aunque en la letra, el Perú es un estado laico. A contramano, las iglesias sí pueden traer masas a las calles pues son el poder que nunca ha dejado de serlo.

Mientras aquí discutimos sobre cuestiones elementales de hacerse respetar como sujetos y no solo como cuerpos -como el defenderse de un embarazo forzoso- los ciudadanos de sociedades industrializadas y liberales están ahora enmarcados en una lucha respecto del Estado; la de reivindicar su propia sexualidad y reproducción, su propio nacer y morir. Nada biológico queda librado a la Providencia. La ciencia sigue avanzando y con ello puede traer vida -como en el caso de la reproducción asistida- pero también podría despojarla de su dignidad, extendiendo por ejemplo, la agonía a un moribundo mientras tenga vida biológica.

Así, si las luchas ciudadanas fueron en el pasado para lograr un estado de bienestar y derechos sociales, hoy la conquista es por la autonomía de la propia individualidad. En Europa se discute actualmente sobre si legislar acerca de cuándo poner fin a la vida; si permitir el suicidio asistido (Suiza y Holanda ya lo permite) y la eutanasia, o si proteger a los enfermos de un encarnizamiento terapéutico para mantenerlos con vida (ley Leonetti en Francia, 2005). Ya se han consagrado derechos como el de determinar la propia identidad de género (si la persona se atribuye una identidad masculina o femenina), o el de legitimar la orientación sexual individual, o el reconocer como legales a distintos tipos de familias: recompuestas, en concubinato, en unión civil, monoparentales, homoparentales, más allá del tradicional matrimonio heterosexual. A ello se suma el reconocimiento de los derechos reproductivos de interrumpir un embarazo o asegurarse una reproducción asistida. Esta nueva revolución del ciudadano frente al estado, ya ha alcanzado las costas de los países más desarrollados en ciudadanía en América Latina. El Perú va a la cola, gracias a la unión en el poder de clase política e iglesias dominando a una masa a la que se prefiere no reconocer una autonomía ni individualidad.